Isabel Oyarzábal. |
Isabel
Oyarzábal
estuvo
desde niña en contra de los corsés sociales de su época. Como
recogió en sus memorias: “Mi madre pensaba que ya tendría tiempo
de apretarme cuando fuese adulta. Las otras niñas se enorgullecían
de sus pequeños talles de avispa y me decían que siempre me
recordarían como la niña sin cintura. Sus comentarios sólo
lograron provocar mi indiferencia”.
Aquel
detalle adquirió carga simbólica con los años. Nacida en 1878,
hija de un matrimonio burgués y mestizo, resquebrajó el sistema
patriarcal hasta conquistar nuevos espacios de igualdad y libertad.
Plantó cara a Primo
de Rivera
para reclamar el sufragio universal y fue la primera mujer embajadora
de España,
cargo que ocupó en Suecia
y Finlandia
entre 1937 y 1939, y la primera inspectora de Trabajo,
puesto al que accedió mediante oposición.
Llenó
el Madison Square Garden con un discurso que denunciaba la
insolidaridad internacional frente al avance del fascismo en Europa.
Tuvieron que pasar más de 70 años, sin embargo, para que su
autobiografía fuese editada en España.
María
Rosa de Gálvez nació un siglo antes que Oyarzábal. Fue
acogida por los Gálvez, aunque se sospecha que era hija
natural de su padre adoptivo. Recibió una instrucción esmerada que
completaría con talento y una ambiciosa aspiración dramática. Se
separó de su marido, un ludópata que la llevó hasta la bancarrota,
y cultivó la poesía y el teatro en una época hostil para las
mujeres con vocación literaria.
Adoraba
el género trágico, aunque históricamente se haya destacado su
labor como escritora de comedias. Defendió a las mujeres
independientes, lectoras, subversivas y viajeras, con quienes se
sentía identificada.
A
menudo su biografía, ejemplo de libertad, queda resumida en un solo
capítulo, su presunta relación con Manuel Godoy, ministro de
Carlos IV. Las cosas no cambiaron mucho en los siguientes cien
años.
También
el impulso feminista de Oyarzábal colisionaba con costumbres
y leyes, como demuestra el hecho de que su marido, Ceferino
Palencia, fuese llamado por el juez en varias ocasiones para dar
su consentimiento a los viajes de su mujer, además de manejar los
derechos de sus libros por su condición de administrador de su
economía.
No
era una sensación nueva. Isabel ya había padecido los
zarpazos machistas en su paso a la adolescencia: “Un amigo le
comentó a mi padre que mis piernas constituían una tentación y que
debía cubrirlas. Deseé no tener piernas”.
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